Pese a que usted, querido lector, siempre haya pensado que usted es usted y nadie más, porque su consciencia es única y no la comparte con nadie, lo cierto es que ni es tan única ni la única que habita en su cuerpo. En realidad, existen dos consciencias dentro de cada persona. Una es el Espíritu, que permanece durante todo el viaje a través de la existencia y del más allá, y la otra es el Ego, que solo lo hace durante el breve período de la vida terrenal y que abandonamos al morir, como las partes de sí mismo que va desechando un cohete espacial cuando escapa de la Tierra.
Hasta 1889, cuando Santiago Ramón y Cajal —quien, por cierto, hizo su servicio militar como médico en Cuba durante la Guerra de los Diez Años— publicó sus descubrimientos sobre el tejido cerebral, las neuronas y el sistema nervioso, se creía que la consciencia individual era la voz del alma o esencia espiritual que radicaba en el corazón de cada persona hasta su muerte, ya que este órgano es el que bombea la sangre por todo el cuerpo y, cuando cesa de latir y el cuerpo muere, se creía que era porque su espíritu o consciencia inmaterial lo había abandonado.
Hoy sabemos que el ego, esa consciencia que piensa que es única y la única dentro de su cuerpo y que se llama a sí misma “yo”, es un producto del cerebro, tan efímero y desechable como la cola de un cohete, la piel de una serpiente o el capullo de una mariposa. Pero hay otra consciencia dentro de usted que ya existía antes de su nacimiento y que no morirá cuando su corazón deje de latir; trascenderá todas sus vidas, muertes y demás estados de existencia durante eones, si es preciso, hasta concluir su misión y retornar al Creador. Esa consciencia silenciosa es el espíritu, el verdadero ser del que formamos parte.
Y si no me cree, piense: si usted es quien decide los movimientos de su cuerpo, la dirección de su mirada, las palabras que pronuncia, la ropa que se pone y los alimentos que le gustan, ¿quién dirige entonces el funcionamiento de sus órganos vitales? ¿Quién hace latir su corazón? ¿Quién digiere la comida que come? ¿Quién transmuta el oxígeno que respira en energía y el agua que bebe en sangre? ¿Quién cicatriza sus heridas? ¿Quién hace crecer su pelo? ¿Quién fabrica sus sueños y emociones?
El yo egoísta es la consciencia que interactúa con la realidad exterior y la comenta en un monólogo incesante durante toda la vigilia de su cuerpo, dominando sus sentidos y recursos ordinarios, como la mirada, los gestos, el lenguaje, los movimientos, la memoria consciente, el pensamiento lógico y el libre albedrío. El espíritu, en cambio, es la consciencia espiritual que domina todos los mecanismos internos o inconscientes, como la circulación sanguínea, los latidos del corazón, la digestión, los anticuerpos, el ADN, las emociones, los sueños, la memoria subconsciente, el destino y el recuerdo de otras vidas.
La consciencia del ego, como consecuencia de su especialización en el ámbito terrenal y social, se caracteriza por mantenerse desconectada de cualquier proceso interior biológico, ignorar la existencia del otro, temer a la muerte y creerse el ombligo del mundo. De ahí que se le llame egoísmo a comportarse con miedo y cobardía, como si nada ni nadie importara más que nuestra vida, y la existencia fuera puro “sálvese quien pueda”.
Por su parte, el otro o yo espiritual se caracteriza por un desinterés casi absoluto por los acontecimientos exteriores y por la vida social del cuerpo cuyo funcionamiento dirige en silencio y desde las sombras. Para ello, la supervivencia física es secundaria comparada con la evolución integral del ser que compone y trasciende a todas sus pequeñas vidas y muertes físicas; por lo que su influencia sobre el ego se limita a editar la memoria cotidiana para censurar recuerdos traumáticos y potenciar otros más placenteros o útiles, y a enviarle esporádicamente advertencias y quejas en forma de sueños, premoniciones, visiones, augurios, achaques nerviosos y enfermedades psicosomáticas, etc.
Es decir, que los humanos no contamos con un canal natural de comunicación directa entre el yo y el espíritu; ambas consciencias actúan por separado y con total independencia una de la otra, al menos en la mayoría de las personas. Sin embargo, desde la noche de los tiempos han existido individuos con un vínculo espiritual más estrecho, capaces de acallar el pensamiento egoísta y ceder al otro temporalmente el control de sus movimientos y gestos, de su mirada y de sus cuerdas vocales para que pueda expresarse.
Ese estado se llama trance y entrar en él es un don con el que se nace, pero que también puede alcanzarse a través de ciertas técnicas esotéricas, como los trances inducidos por plantas de poder, meditación, aislamiento, ayunos y abstinencias, mediumnidad, danzas extáticas, hipnosis, rituales sagrados y el uso de fetiches, prendas o artefactos mágicos, como los nkisis, mpakas y ndoyis utilizados por los paleros, y otros artefactos parecidos empleados por los brujos de todas partes del mundo para comunicarse con los espíritus, salir de sus cuerpos y visitar otras dimensiones, como el ensueño y el plano astral.
El modo más sencillo y rápido de entrar en trance es tomando plantas de poder, pero su uso continuado puede perjudicar la cordura del practicante, por lo que se aconseja reservarlo para ocasiones especiales y para abrir los canales espirituales de los aprendices.
La meditación, en cambio, es una forma de entrar en trance muy segura y sana para el cuerpo, aunque su práctica puede resultar demasiado monótona e incómoda para quienes no están acostumbrados a sentarse inmóviles en el suelo durante mucho rato.
En los cultos afroamericanos preferimos entrar en trance danzando y cantando. Cuando el cerebro está enfocado en recordar la melodía y la letra de un mambo (canción, rezo) y su cuerpo en mantener la coreografía y el ritmo correctos, el pensamiento egoísta se calla y puede escucharse la voz del espíritu y de otras entidades.
También los fetiches o artefactos mágicos tienen el poder de atrapar la atención de quien los mira y dejar su pensamiento en blanco para que las entidades que los habitan, u otros espíritus que se encuentren cerca, puedan proyectar imágenes y palabras en su mente.
A su vez, la mediumnidad es la capacidad que tienen algunas personas, llamadas popularmente caballos de santo en Ocha y perros de prenda en Palo Monte, para entrar en trance y dejar que los espíritus tomen brevemente el control de sus cuerpos y puedan manifestarse, responder preguntas, sanar enfermos y ayudar en los trabajos en general.
Por último, quiero mencionar una técnica de trance que es puramente criolla, surgida en el crisol multicultural que fue América Latina durante 400 años de esclavitud y colonización europea. Me refiero a la costumbre de sentarse por las noches en una mecedora a fumar tabaco y mirar las estrellas. Tras una larga y calurosa jornada de trabajo en el trópico, el suave balanceo del cuerpo en el sillón, la respiración lenta y profunda de las bocanadas de tabaco, al ritmo del canto de millones de grillos y la vista perdida entre las formas que van creando el humo y los reflejos del firmamento, los músculos se relajan y la mente se queda en blanco, permitiendo que aflore la voz interior del espíritu y atrayendo a otras entidades.
Las personas religiosas que practican esta modalidad del Nuevo Mundo, especialmente los espiritistas, suelen beber café antes de empezar para no dormirse durante el ritual, y a cada rato atomizan buches de malafo o de ron a su alrededor para refrescar y atraer a los espíritus. Pero debo aclarar que no es necesario tragarse el humo ni el licor para lograr el trance; solo tomarlos y expulsarlos con la boca como un surtidor.
Tampoco es imprescindible encontrarse en el campo para practicar esta técnica. Podemos sustituir el canto de los grillos por la sinfonía de las olas del mar, el viento en una montaña, el suave sonido de una ciudad de madrugada o, incluso, por algo de música.
Los nganguleros usamos mucho este sistema, al cual llamamos “darse sillón”, pero meciéndonos frente a la prenda y soplando malafo y nsunga sobre ella. Si nadie nos interrumpe, podemos pasar así varias horas a solas con la nganga. Observarla y estudiarla con detenimiento es como asomarnos a nuestra propia alma, pero de eso ahondaré más en un próximo post.
Volviendo al tema que nos trae hoy aquí y para que se hagan una mejor idea de las implicaciones que tiene la dicotomía entre ego y espíritu para la humanidad, debemos entender que es un fenómeno único en la naturaleza. Ninguna otra criatura viviente de este planeta posee, como nosotros, una vocecita en la cabeza que no para de parlotear, quejarse y compadecerse de sí misma e interpretar la realidad de modo que siempre gire a su alrededor. Es cierto que existen animales muy inteligentes, como los perros, los delfines y los cuervos, por ejemplo, con sus propios recuerdos y emociones, igual que los humanos; pero no hay otra especie además de la nuestra con un ego que se cuestione el sentido de la vida, que critique la realidad y trate de transformarla a su medida, que se sienta especial entre todos los seres del universo y sufra por temor a la muerte.
Los animales, las plantas y los minerales poseen espíritu, pero carecen de ego. Los seres humanos éramos poco más que bestias hasta hace unos cuantos miles de años, cuando el ego despertó en nuestra mente como efecto secundario del extraordinario desarrollo del lenguaje verbal de nuestra especie. En toda la evolución, solo en los humanos germinó el don de la palabra; el fruto prohibido a los mortales y reservado a los dioses que un día mordimos y del que brotó el ego de la humanidad; el amargo precio que pagamos desde entonces por la sabiduría.
Somos la única especie que conoce los mecanismos que rigen la naturaleza y que podría hacer de este un mundo mejor, pero también somos la única desconectada del espíritu que nos anima a nosotros y a todas las demás criaturas; pues la densa sombra del ego oculta su discreto resplandor a nuestros sentidos, atrofiados tras milenios de intelectualización.
Así que no solo tenemos dos consciencias en vez de una, como creíamos, sino que, además, nuestro espíritu tampoco es único. Esa energía consciente a la que llamamos alma o espíritu es la misma que anima a todos los seres del planeta y emana de una sola fuente, que es Nsambi, el misterio primordial.
Al morir el cuerpo, la consciencia del ego se apaga automáticamente. Desaparece en un instante, llevándose consigo casi todos nuestros recuerdos, penas y glorias terrenales, como si nunca hubiéramos existido. El espíritu descarnado sobrevive y continúa su viaje, pero de la persona o ser social que fuimos solo quedan sombras y huellas.
A no ser que en vida hayamos alcanzado un alto nivel de evolución espiritual o iluminación, como los monjes que se convierten en budas y los chamanes o brujos que aprenden a trascender la muerte, el espíritu liberado se desprenderá del lastre de nuestra identidad, de la que solo conservará algunos ecos.
Por esa razón es que los nfumbes se manifiestan de un modo tan confuso y apenas recuerdan su nombre y algunos lugares y personas que les impactaron en vida. Cuando los brujos los invocan, las entidades que acuden al reclamo no son las almas de esos difuntos, sino las resonancias de sus vidas grabadas en las paredes del universo; reflejos fantasmales del pasado animados por la propia energía espiritual de quien los llama.
Y esa es también la razón por la que los nganguleros podemos trabajar con muchos nfumbes distintos, pese a tener kongome (huesos, restos) de un solo muerto en la prenda; pues hemos descubierto que todos los muertos son manifestaciones de una misma entidad espiritual: el Muerto. Al igual que el agua es siempre agua, aunque adopte la forma de cada recipiente por los que pasa. Incluso podemos tomar una kriyumba anónima, como las que se encuentran en fosas comunes, darle un nuevo nombre y convencer a su amnésico fantasma de que esa fue su verdadera identidad.
Cuando el espíritu se asienta en nuestro cuerpo, somos personas. Cuando lo abandona, somos el Muerto. Y cuando retorna a la luz del Creador, somos uno con Nsambi; somos Dios.
Saludos a todos y que Nsambi acutare,
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